viernes, 16 de diciembre de 2016

57

Esa noche Milton estaba triste. Lo habían drogado otra vez en una de sus rutas. El problema no era perder los contenidos de su billetera: era un riesgo que él asumía cuando recogía mujeres desconocidas en la carretera. Le carcomía la cabeza no recordar si había alcanzado a agarrarle las tetas a la rubia antes de perder el conocimiento. Las burlas tomaron su lugar como acto protocolario, y después de un rato cada uno volvió sobre su empanada, morcilla, chicharrón o aborrajado correspondiente.
Por esa vía solo pasaban los más rudos, los más rotos. Sólo quienes no tenían una familia que los extrañara, o sabían que no serían extrañados por la que tenían. Ahí, en medio de la carretera 57, estaba el parador de doña Magola, cuya fachada correspondía a la de los hombres y la comida que allí se servía.
Llegó esa misma noche, nadie entendía de dónde, y no necesitó mucho para que todos quedaran estúpidamente enamorados. Tenía la felicidad colgando de la cola, y aunque muchos pretendieron indiferencia al principio, en un par de días la perrita ya era declarada como reina del paradero. Las cosas fueron llegando: boles para el agua y la comida —¿cómo iba a comer concentrado, si la comida era tan rica?—, una cama y sábanas para protegerla del frío, y cosas cada vez más ridículas, a medida que se iban cubriendo sus necesidades básicas. Un juguete con luces y sonido, un impermeable para cuando lloviera, un hueso vegano; los regalos llovían sobre ella como las desgracias sobre la vida de los hombres.
Las peleas dejaron de ser por malas miradas o demostraciones de hombría y adquirieron el tema del cuidado de Lorena —bautizada con nombre de humano por la difunta madre de Ferney—, todas llevadas a término con el tacto de un ágora milenario. Lo último que había llamado la atención de los ponentes era el creciente vientre del animal. Estaba embarazada. Retando toda posibilidad, los cuidados y mimos de los camioneros aumentaron. “Se están gastando más plata en esa perra vieja que en lo que me compran, la voy a tener que echar”, dijo doña Magola un día, riéndose. Todas las miradas se clavaron en ella y Beto le dijo “Usted que nos echa a Lorena, y nosotros que no volvemos a poner un pie en este cuchitril”. Doña Magola no volvió a proferir palabra contra ella.
Cuando tuvo sus seis crías, negras como la carretera e idénticas a su madre, todos se dieron a la tarea de encontrarles hogares mejores que los sufridos en sus propias infancias. Terminadas las entrevistas exhaustivas y convenidos los hogares, aseguraron su decisión con visitas periódicas a los hogares de los cachorros según su distribución por las ciudades principales. Sólo quedó Lorena, ídolo de sus amores, recibiendo a saltos a cada uno de los muchos amos que pasaba por la puerta del paradero.
En la noche de Agosto 16 —ninguno lo olvidaría—, se dio fin a un paro camionero de más de mes y medio. Las tractomulas, ante las demandas aceptadas por el gobierno, se tomaron las carreteras del país con el propósito de llevar toda la mercancía perecedera posible antes de que se añadiera a las toneladas que se habían perdido desde el inicio del paro.  Los embotellamientos fueron tales, que muchos incautos decidieron tomar la 57. Debido al desconocimiento de las irregularidades del terreno, la mala iluminación y las curvas suicidas, hubo 64 accidentes esa noche en todas las carreteras del país. 2 ocurrieron sobre la 57.

Esa noche sólo estaban Milton y Jeffri. Habían recibido una comisión jugosa por parte del comité de negociación. Los demás corrían en el frenesí de entregar a tiempo. El último de los pensamientos de Milton al escuchar la colisión fue sobre el bienestar de su vehículo. Miró alrededor con instinto maternal: no se escuchaban jadeos ni se veía la mancha. El pecho se le cayó de un décimo piso. Después, con unas lágrimas que no cabrían en ningún camión, y con el vestigio de Lorena en sus brazos, le diría a Jeffri, “¿Sí ve, hermano? Por esto es que uno no debe encariñarse con nada”.

[Como para celebrar los dos años de inactividad]

martes, 16 de diciembre de 2014

La aventura de un automovilista


Italo Calvino

Apenas salgo de la ciudad me doy cuenta de que ha oscurecido. Enciendo los faros. Estoy yendo en coche de A a B por una autovía de tres carriles, de ésas con un carril central para pasar a los otros coches en las dos direcciones. Para conducir de noche incluso los ojos deben desconectar un dispositivo que tienen dentro y encender otro, porque ya no necesitan esforzarse para distinguir entre las sombras y los colores atenuados del paisaje vespertino la mancha pequeña de los coches lejanos que vienen de frente o que preceden, pero deben controlar una especie de pizarrón negro que requiere una lectura diferente, más precisa pero simplificada, dado que la oscuridad borra todos los detalles del cuadro que podrían distraer y pone en evidencia sólo los elementos indispensables, rayas blancas sobre el asfalto, luces amarillas de los faros y puntitos rojos. Es un proceso que se produce automáticamente, y si yo esta noche me detengo a reflexionar sobre él es porque ahora que las posibilidades exteriores de distracción disminuyen, las internas toman en mí la delantera, mis pensamientos corren por cuenta propia en un circuito de alternativas y de dudas que no consigo desenchufar, en suma, debo hacer un esfuerzo particular para concentrarme en el volante.
He subido al coche inmediatamente después de pelearme por teléfono con Y. Yo vivo en A, Y vive en B. No tenía previsto ir a verla esta noche. Pero en nuestra cotidiana charla telefónica nos dijimos cosas muy graves; al final, llevado por el resentimiento, dije a Y que quería romper nuestra relación; Y respondió que no le importaba, que telefonearía en seguida a Z, mi rival. En ese momento uno de nosotros -no recuerdo si ella o yo mismo- cortó la comunicación. No había pasado un minuto y yo ya había comprendido que el motivo de nuestra disputa era poca cosa comparado con las consecuencias que estaba provocando. Volver a telefonear a Y hubiera sido un error; el único modo de resolver la cuestión era dar un salto a B, explicarnos con Y cara a cara. Aquí estoy pues en esta autovía que he recorrido centenares de veces a todas horas y en todas las estaciones, pero que jamás me había parecido tan larga.



Mejor dicho, creo que he perdido el sentido del espacio y del tiempo: los conos de luz proyectados por los faros sumen en lo indistinto el perfil de los lugares; los números de los kilómetros en los carteles y los que saltan en el cuentakilómetros son datos que no me dicen nada, que no responden a la urgencia de mis preguntas sobre qué estará haciendo Y en este momento, qué estará pensando. ¿Tenía intención realmente de llamar a Z o era sólo una amenaza lanzada así, por despecho? Si hablaba en serio, ¿lo habrá hecho inmediatamente después de nuestra conversación, o habrá querido pensarlo un momento, dejar que se calmara la rabia antes de tomar una decisión? Z vive en A, como yo; está enamorado de Y desde hace años, sin éxito; si ella lo ha telefoneado invitándolo, seguro que él se ha precipitado en el coche a B; por lo tanto también él corre por esta autovía; cada coche que me adelanta podría ser el suyo, y suyo cada coche que adelanto yo. Me es difícil estar seguro: los coches que van en mi misma dirección son dos luces rojas cuando me preceden y dos ojos amarillos cuando los veo seguirme en el retrovisor. En el momento en que me pasan puedo distinguir cuando mucho qué tipo de coche es y cuántas personas van a bordo, pero los automóviles en los que el conductor va solo son la gran mayoría y, en cuanto al modelo, no me consta que el coche de Z sea particularmente reconocible.

Como si no bastara, se echa a llover. El campo visual se reduce al semicírculo de vidrio barrido por el limpiaparabrisas, todo el resto es oscuridad estriada y opaca, las noticias que me llegan de fuera son sólo resplandores amarillos y rojos deformados por un torbellino de gotas. Todo lo que puedo hacer con Z es tratar de pasarlo, no dejar que me pase, cualquiera que sea su coche, pero no conseguiré saber si su coche está y cuál es. Siento igualmente enemigos todos los coches que van hacia A; todo coche más veloz que el mío que me señala afanosamente en el retrovisor con los faros intermitentes su voluntad de pasarme provoca en mí una punzada de celos; cada vez que veo delante de mí disminuir la distancia que me separa de las luces traseras de mi rival me lanzo al carril central con un impulso de triunfo para llegar a casa de Y antes que él.

Me bastarían pocos minutos de ventaja: al ver con qué prontitud he corrido a su casa, Y olvidará en seguida los motivos de la pelea; entre nosotros todo volverá a ser como antes; al llegar, Z comprenderá que ha sido convocado a la cita sólo por una especie de juego entre nosotros dos; se sentirá como un intruso. Más aún, quizás en este momento Y se ha arrepentido de todo lo que me dijo, ha tratado de llamarme por teléfono, o bien ha pensado como yo que lo mejor era acudir en persona, se ha sentado al volante y en este momento corre en dirección opuesta a la mía por esta autovía.

Ahora he dejado de atender a los coches que van en mi misma dirección y miro los que vienen a mi encuentro, que para mí sólo consisten en la doble estrella de los faros que se dilata hasta barrer la oscuridad de mi campo visual para desaparecer después de golpe a mis espaldas arrastrando consigo una especie de luminiscencia submarina. El coche de Y es de un modelo muy corriente; como el mío, por lo demás. Cada una de esas apariciones luminosas podría ser ella que corre hacia mí, con cada una siento algo que se mueve en mi sangre impulsado por una intimidad destinada a permanecer secreta; el mensaje amoroso dirigido exclusivamente a mí se confunde con todos los otros mensajes que corren por el hilo de la autovía; sin embargo, no podría desear de ella un mensaje diferente de éste.

Me doy cuenta de que al correr hacia Y lo que más deseo no es encontrar a Y al término de mi carrera: quiero que sea Y la que corra hacia mí, ésta es la respuesta que necesito, es decir, necesito que sepa que corro hacia ella pero al mismo tiempo necesito saber que ella corre hacia mí. La única idea que me reconforta es, sin embargo, la que más me atormenta: la idea de que si en este momento Y corre hacia A, también ella cada vez que vea los faros de un coche que va hacia B se preguntará si soy yo el que corre hacia ella, deseará que sea yo y no podrá jamás estar segura. Ahora dos coches que van en direcciones opuestas se han encontrado por un segundo uno junto al otro, un resplandor ha iluminado las gotas de lluvia y el rumor de los motores se ha fundido como en un brusco soplo de viento: quizás éramos nosotros, es decir, es seguro que yo era yo, si eso significa algo, y la otra podría ser ella, es decir, la que yo quiero que ella sea, el signo de ella en el que quiero reconocerla, aunque sea justamente el signo mismo que me la vuelve irreconocible. Correr por la autovía es el único modo que nos queda, a ella y a mí, de expresar lo que tenemos que decirnos, pero no podemos comunicarlo ni recibirlo mientras sigamos corriendo.

Es cierto que me he sentado al volante para llegar a su casa lo antes posible, pero cuanto más avanzo más cuenta me doy de que el momento de la llegada no es el verdadero fin de mi carrera. Nuestro encuentro, con todos los detalles accidentales que la escena de un encuentro supone, la menuda red de sensaciones, significados, recuerdos que se desplegaría ante mí -la habitación con el filodendro, la lámpara de opalina, los pendientes-, las cosas que yo diría, algunas seguramente erradas o equivocas, las cosas que diría ella, en cierta medida seguramente fuera de lugar o en todo caso no las que espero, todo el ovillo de consecuencias imprevisibles que cada gesto y cada palabra comportan, levantaría en torno a las cosas que tenemos que decirnos, o mejor, que queremos oírnos decir, una nube de ruidos parásitos tal que la comunicación ya difícil por teléfono resultaría aún más perturbada, sofocada, sepultada como bajo un alud de arena. Por eso he sentido la necesidad, antes que de seguir hablando, de transformar las cosas por decir en un cono de luz lanzado a ciento cuarenta por hora, de transformarme yo mismo en ese cono de luz que se mueve por la autovía, porque es cierto que una señal así puede ser recibida y comprendida por ella sin perderse en el desorden equívoco de las vibraciones secundarias, así como yo para recibir y comprender las cosas que ella tiene que decirme quisiera que sólo fuesen (más aún, quisiera que ella misma sólo fuese) ese cono de luz que veo avanzar por la autovía a una velocidad (digo así, a simple vista) de ciento diez o ciento veinte. Lo que cuenta es comunicar lo indispensable dejando caer todo lo superfluo, reducirnos nosotros mismos a comunicación esencial, a señal luminosa que se mueve en una dirección dada, aboliendo la complejidad de nuestras personas, situaciones, expresiones faciales, dejándolas en la caja de sombra que los faros llevan detrás y esconden. La Y que yo amo en realidad es ese haz de rayos luminosos en movimiento, todo el resto de ella puede permanecer implícito, mi yo que ella, mi yo que tiene el poder de entrar en ese circuito de exaltación que es su vida afectiva, es el parpadeo del intermitente al pasar otro coche que, por amor a ella y no sin cierto riesgo, estoy intentando.

También con Z (no me he olvidado para nada de Z) la relación justa puedo establecerla únicamente si él es para mí sólo parpadeo intermitente y deslumbramiento que me sigue, o luces de posición que yo sigo; porque si empiezo a tomar en cuenta su persona con ese algo -digamos- de patético pero también de innegablemente desagradable, aunque sin embargo -debo reconocerlo-, justificable, con toda su aburrida historia de enamoramiento desdichado, su comportamiento siempre un poco esquivo... bueno, no se sabe ya adónde va uno a parar. En cambio, mientras todo sigue así, está muy bien: Z que trata de pasarme se deja pasar por mi (pero no sé si es él), Y que acelera hacia mí (pero no sé si es ella) arrepentida y de nuevo enamorada, yo que acudo a su casa celoso y ansioso (pero no puedo hacérselo saber, ni a ella ni a nadie).

Si en la autovía estuviera absolutamente solo, si no viera correr otros coches ni en un sentido ni en el otro, todo sería sin duda mucho más claro, tendría la certidumbre de que ni Z se ha movido para suplantarme, ni Y se ha movido para reconciliarse conmigo, datos que podría consignar en el activo o en el pasivo de mi balance, pero que no dejarían lugar a dudas. Y sin embargo, si me fuera dado sustituir mi presente estado de incertidumbre por semejante certeza negativa, rechazaría sin más el cambio. La condición ideal para excluir cualquier duda sería que en toda esta parte del mundo existieran sólo tres automóviles: el mío, el de Y, el de Z; entonces ningún otro coche podría avanzar en mi dirección sino el de Z, el único coche que fuera en dirección opuesta sería con toda seguridad el de Y. En cambio, entre los centenares de coches que la noche y la lluvia reducen a anónimos resplandores, sólo un observador inmóvil e instalado en una posición favorable podría distinguir un coche de otro, reconocer quizá quién va a bordo. Esta es la contradicción en que me encuentro: si quiero recibir un mensaje tendré que renunciar a ser mensaje yo mismo, pero el mensaje que quisiera recibir de Y -es decir, el mensaje en que se ha convertido la propia Y- tiene valor sólo si yo a mi vez soy mensaje; por otra parte el mensaje en que me he convertido sólo tiene sentido si Y no se limita a recibirlo como una receptora cualquiera de mensajes, sino si es el mensaje que espero recibir de ella.

Ahora llegar a B, subir a la casa de Y, encontrar que se ha quedado allí con su dolor de cabeza rumiando los motivos de la disputa, no me daría ya ninguna satisfacción; si entonces llegara de improviso también Z se produciría una escena detestable; y en cambio si yo supiera que Z se ha guardado bien de ir, o que Y no ha llevado a la práctica su amenaza de telefonearle, sentiría que he hecho el papel de un imbécil. Por otra parte, si yo me hubiera quedado en A e Y hubiera venido a pedirme disculpas, me encontraría en una situación embarazosa: vería a Y con otros ojos, como a una mujer débil que se aferra a mí, algo entre nosotros cambiaría. No consigo aceptar ya otra situación que no sea esta transformación de nosotros mismos en el mensaje de nosotros mismos. ¿Pero y Z? Tampoco Z debe escapar a nuestra suerte, tiene que transformarse también en mensaje de sí mismo, cuidado si yo corro a casa de Y celoso de Z, si Y corre a mi casa arrepentida para huir de Z, mientras que Z no ha soñado siquiera con moverse de su casa...

A medio camino en la autovía hay una estación de servicio. Me detengo, corro al bar, compro un puñado de fichas, marco el afijo telefónico de B, el número de Y. Nadie responde. Dejo caer la lluvia de fichas con alegría: es evidente que Y no ha podido dominar su impaciencia, ha subido al coche, ha corrido hacia A. Ahora vuelvo a la autovía al otro lado, corro hacia A yo también. Todos los coches que paso, o todos los coches que me pasan, podrían ser Y. En el carril opuesto todos los coches que avanzan en sentido contrario podrían ser Z, el iluso. O bien: también Y se ha detenido en una estación de servicio, ha telefoneado a mi casa en A, al no encontrarme ha comprendido que yo estaba yendo a B, ha invertido la dirección. Ahora corremos en direcciones opuestas, alejándonos, el coche que paso, que me pasa, es el de Z que a medio camino también ha tratado de telefonear a Y...



Todo es aún más incierto pero siento que he alcanzado un estado de tranquilidad interior: mientras podamos controlar nuestros números telefónicos y no haya nadie que responda, seguiremos los tres corriendo hacia adelante y hacia atrás por estas líneas blancas, sin puntos de partida o de llegada inminentes, atestados de sensaciones y significados sobre la univocidad de nuestro recorrido, liberados por fin del espesor molesto de nuestras personas y voces y estados de ánimo, reducidos a señales luminosas, único modo de ser apropiado para quien quiere identificarse con lo que dice sin el zumbido deformante que la presencia nuestra o ajena transmite a lo que decimos.

El precio es sin duda alto pero debemos aceptarlo: no podemos distinguirnos de las muchas señales que pasan por esta carretera, cada una con un significado propio que permanece oculto e indescifrable porque fuera de aquí no hay nadie capaz de recibirnos y entendernos..

FIN

Los amores difíciles, 1970

de http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/calvino/la_aventura_de_un_automovilista.htm

viernes, 9 de mayo de 2014

Entrevista con el borrador más grande del mundo

Lo saco del cajón en el que se encontraba olvidado. Mide ya tan solo una falange, es un borrador veterano; llegó a mis manos por algún giro estocástico y hasta ahora había aguardado impertérrito.

Nos sentamos en la sala de mi casa, pongo a hacer una jarra de té mientras me pregunto si sería grosero ofrecerle algo de tomar. Se queda mirándome abúlico, indiferente. Empiezo con la pregunta más trillada y tonta, a falta de un mejor punto de inicio.

¿Cómo es eso de ser un borrador?
No sé, ¿cómo es eso de ser humano? Le tomo el pelo, es un trabajo interesante. Como cualquier otro si se le presta la suficiente atención. La vida de los borradores está definida por un simple axioma: quien lo compra no lo termina. Obviamente hay excepciones, pero es casi infalible. ¿Qué más le puedo decir? Soy de miga pan: yo borro sin dejar manchones, a diferencia de los de nata -que por cierto son bastante prepotentes.

Una brisa pasa por la mesa en la que estamos sentados y hace que las servilletas revoloteen. Tomo un sorbo de mi té y espero. Se ha quedado como pensando.

Si quisiera ser pretencioso diría que soy un guardián de secretos. Risas.

¿Ha pasado por muchas manos?
Por supuesto. Como le dije, el axioma es casi una ley natural. Recuerdo muy bien que mi primer concepto de identidad -quiero decir, un yo separado de los demás borradores- no se dio al momento de ser cortado en la fábrica, como uno esperaría, sino que se dio al momento de ser recogido de la caja y reconocer a mi primera dueña. De ahí ha sido un viaje interminable: estuve un tiempo en manos de un artista obsesionado con dibujar el cuerpo humano, un intento de poeta me usó intensamente hasta que se cansó de arrepentirse de todo y me lanzó lo más lejos que pudo. Después una secretaria con una ortografía de sacarse los ojos (se van adquiriendo los dichos populares) se apoderó de mí, y muchos otros. Algunos que no vale la pena contar y otros que vale la pena callar, como para que sean solo míos.

Dijo “su primera dueña”. Hábleme de ella.
Una tierna niña de siete años que iba con su madre terminando la lista de útiles escolares. Éramos un montón en la caja, ella estiró la mano de manera despreocupada (¿De qué otra manera pudo haberlo hecho?) y me eligió a mí, entre todos los demás. Durante varias semanas le serví de regla a Filomena -así se llamaba- y le di segundas oportunidades a la hora de hacer sus dibujos más hermosos de lo que ya eran. Cuando digo hermosos me refiero a su carácter ingenuo, no a la pericia técnica. En fin, como puede esperarse, no pasó mucho tiempo antes de que cambiara de manos. Filomena me prestó a un compañero que nunca me devolvió. Así comenzó mi viaje, una odisea sin intenciones de llegar a casa, pues no tengo casa.

¿Le molesta ser una herramienta de arrepentimiento?
No me considero una herramienta de arrepentimiento, más de corrección. El acto de borrar implica algún tipo de esperanza ante lo que se está haciendo; ya sea para volver a empezar o para rehacer alguna parte de lo que se está llevando a cabo. Quien se arrepiente no se toma la molestia de borrar ¿Para qué? El arrepentido por lo general arruga el papel y lo echa a la basura, o lo rasga. Los más paranoicos lo queman, pero ahí sí que borrar es menos necesario.

¿Qué piensa de los bolígrafos y los medios digitales?
Una maravilla, una maravilla. Todo con sus ventajas y desventajas, pero la nueva era de comunicaciones permite cosas de las que no se hubiera pensado en mi tiempo. Los bolígrafos son para temerarios, o para tontos, pero ya existen los correctores de bolígrafo también, ¿no? ¿Si ve? Hasta en aquello que se supone como indeleble hay una búsqueda por la posibilidad de hacer enmiendas. Dice mucho de la condición humana: tanto de su proclividad para cometer errores como de su necesidad imperiosa de corregirlos.

¿En su tiempo? ¿Cuántos años tiene?
Cuarenta y dos. Filomena ya se estará acercando a los cincuenta, me pregunto qué será de ella.

El cumplimiento de su tarea implica su desaparición, ¿Cómo se siente con eso?
Nosotros los borradores estamos exentos de aquella ilusión del crecimiento por nuestra misma condición física. Al ser usados la fricción va desprendiendo pequeñas partes de nosotros -el tamaño reducido es signo de adultez o vejez, evoca respeto-, en cierta forma creo que se puede asemejar mucho a la vida humana. Vivir es también irse desprendiendo de uno mismo, de las cargas, de aquello que creemos conocer.

A medida que se aproxima mi desaparición me siento más eterno; hay una parte de mí en muchos rincones de muchos lugares, eso significa que he cumplido bien mi propósito y no pretendo pedirle más a la vida. Un propósito y la posibilidad de cumplirlo es la necesidad de todo objeto. Tal vez pase igual con los humanos. Además el universo se compone de nada, antes que cualquier cosa. La nada es lo que más abunda, el elemento primordial sin lo cual no es posible la existencia. Probablemente he sido contagiado de algún sentimentalismo, pero se me hace bello imaginarme que cuando deje de existir me voy a unir a la familia más grande de todas.

Quedo anonadado. La sabiduría del borrador es deslumbrante. Insoportable, casi. La entrevista ha terminado y no sé qué hacer. Recuerdo un koan que dice “Si ves a Buda en el camino, mátalo”. Obviamente no es para tomárselo en el sentido literal, quiere decir que hay que matar la idea de Buda, de algo que está fuera de uno mismo y es inalcanzable. Al final decido que no estoy de humor ni tengo el tiempo para filosofías milenarias orientales. Vacilo entre bautizarlo Siddharta o Cioran. No importa, antes de decidirme ya he terminado de “borrar el borrador”. Quedan solo migas sobre la hoja; las soplo al viento. Ahora sí que terminó la entrevista.

martes, 21 de mayo de 2013

Peterson la tiene larguísima

Acá está el cuento de veinte paginotas que me tiré por los noviembres pasados a causa de un reto: https://docs.google.com/document/d/1R6XEH1QREMfMBqvlTHUD-ZMXDY9VFhHimo2PVSvR5Cg/edit?usp=sharing Helado para el que se lo lea todo porque sueño con un amor que me sacuda.

domingo, 31 de marzo de 2013

I don't even care anymore

for one too many times have i said to myself “this is your life and it’s ending one minute at a time” fuck you tyler, i don’t need to be crazy to know my life is shit just nibblin’ at the easy bits, hoping to find somebody who can slap my shit wondering if there’s no secret level i’ve been missing, or if some long-forgotten dream has all the answers i’ve been unable to regurgitate i don’t know man, all my life all i’ve done is to berate hearing my pulsations with my ear folded onto itself never really took the time to learn to read in clef can’t stop thinking ‘bout her hair and the way the world fits perfectly onto itself can’t blame her or me for my self created void of loneliness can’t digress, got no access to such privileges, been running my hands at the surface looking for the edges i’m afraid i’m a walking contradiction, unable to voice any pledges besieging the english language, getting away with easy rhymes oh you should be ashamed boy... but i’m not, my brain’s too full of blood clots kill me now is my carpe diem ab imo pectore, that’s what im trying to say but i ain’t no black guy, plus esta tarde vi llover ever since the incident i’ve got this invisible nanny she asks if i’m going nutters again all the time scolds me real good when i get too close to the edge of rooftoops like if at any time i was ready to commit the most horrendous crime i won’t deny or confirm any alegations i’d rather blow away all my inspirations

lunes, 13 de febrero de 2012

Delirio con intentos de filosofía que termina en pseudoteología mal redactada.

Escribo esto con las manos frías y sudorosas con una velocidad espasmódica. No sé cuánto tiempo me quede, pero debido a su característica linealidad, es posible decir indefectiblemente que cada vez es menos. Ya veo el fin del abismo; mi muerte será casi sorpresiva y pasará desapercibida. Me quedarán entre treinta y sesenta años de años de vida, y es dolorosísimo pensar que tengo tan poco tiempo para no hacer nada –porque, vamos, no me voy a engañar con ideales tipo zanahoria atada a un palo, ni con falsas fantasías apoteósicas. Lo que no logre en este mismo instante, mientras las gotas de sangre caen sobre el papel, no lo voy a lograr nunca.
Hubo momentos en los que creí que iba a poder ser alguien en un futuro presente, que las cosas se construían lentamente y por pasos, pero hoy sé que la identidad no es más que una fantasía, una incapacidad de saberse uniforme o común, y que si bien uno puede creer que es el forjador, la realidad es que las cosas caen encima de uno; explotan. Nuestro único deber es aceptarlas. Aquel que me critique de fatalista no entiende que esta idea está basada en una coherencia absoluta con el yo pasado, ése que fue Dios y dispuso los arquetipos, el que escribió las historias que convergen en otras historias que divergen en la infinidad. Soy todas las cosas, todas mis personalidades pasadas las cuales ejercen juicio y condena sobre mi personalidad actual, soy ilusión de separación, de soledad, soy el patético apagar todas las luces, acostarse en la cama y pegarse puños en la cara porque nada parece tener sentido. Soy revelación divina inconfundible, experiencia extracorpórea, sueño que genera nostalgia. Al ser todo no soy nada, da igual, ya que la suma todos los opuestos acaba en el bello y abrumador sonido de la nada. Todo es creación si se trasciende la mediocridad y se acepta la absoluta responsabilidad por cada acto. El creador ha de responder por sus creaciones.