martes, 30 de marzo de 2010

Todo pasa en Villa Trasegando. Nada pasa en Villa Trasegando.



Queda a treinta kilómetros de ningún lugar, ahí al ladito de "Tené cuidado con lo que decís". Allá todas las casas son iguales por fuera, típica fachada de madera con ventanas rojas y un porche con un flamenco de adorno. A pesar de no ser muy grande cuenta con iglesia, sinagoga, iglesia negra, templo pagano, centro budista y una cabañita para Ateos no tan Anónimos. Tiene dos barrios perfectamente dividos por una línea de tiza que nadie se atreve a pisar nunca. A un lado está Hemisferio izquierdo, donde se encuentra la universidad de Fudgelton, ese lugar de aire intelectual donde todo el mundo lleva cuadernos bajo el brazo. Los dos hospitales, el prestigioso María Apellidorraro, nombrado en honor a una política groenlandesa y el Comtransfendio, el no tan prestigioso moridero, con fondos muy limitados. El banco municipal, ustedes saben, gente ocupada con corbata. Las tiendas de zapatos de Don Eustaquio Puertaverde, ¡Ay de la que no tuviera unos tacones verdes! Era la vergüenza de la villa. La oficina del alcalde Figueroa, importantísimo intelectual elegido por la gente y para la gente. Todo esto y esas otras cosas que sólo un tonto pondría en una villa tan bonita. Al otro lado está Hemisferio Derecho, donde se encuentra el bar Tristetarde, dónde siempre se ve el atardecer, basta con dormirse un par de horas. El Marinero nostálgico, con redes y cartas dirigidas a sirenas imaginarias pegadas en la pared. Y el "Corte aquí", la desvalorización hace de las navajas algo muy barato. La galería de arte el bigote de Dalí, es necesario tener boina para entrar. El teatro segundo plano, que tiene un piso pintado con lágrimas de actores rechazados y la academia de música Fracaso sostenido, que siempre se oía en la distancia por las desafinadas de sus estudiantes. Como no hay bibliotecas cuando la gente se termina de leer un libro, coge un cordón azul y lo cuelga de un árbol, entonces uno puede coger cualquier libro que esté colgado, dos semanas máximo, luego toca devolverlo. Cuando llueve o cuándo hace mucho viento las letras tienen esa costumbre de escaparse, pero cuando el clima está más estable siempre se designa a alguien para que las recoja y las devuelva a sus respectivos lugares.


Papel arrugado, 3 am:
Natalia, te escribo una carta porque es la forma más triste que se me ocurre de decir las cosas, te la escribo porque escribir en la arena o tatuarme el mensaje en el cuerpo me parece demasiado dramático y estúpido.
¿Te acordás de cuando éramos niños? Me acuerdo porque vos siempre llevabas ese oso maloliente. Arquímedes ¿No? Nunca había sido capaz de decirte que fui yo el que lo botó por el río, pero entendéme, es que pensaba que lo querías más a él que a mí.
Me acuerdo también, de esa noche en la casa del árbol donde nos juramos que no íbamos a estar juntos por siempre, que no íbamos a ser un par de niños tontos creyéndose cuentos rebuscados de que el amor es eterno.
Pero fijáte que igual crecimos, juntos y amándonos, insensibles como somos, diciéndole a todo el mundo en el jardín que Papá Noel no existía o poniendo imágenes del Ché y de Marx por todo el salón de quinto de primaria.
Y luego crecimos aún más y aunque vos te fuiste para Fudgelton a estudiar economía y yo me metí a Fracaso sostenido a aprender saxofón, nos seguíamos viendo, mínimo dos veces por semana y en cualquier lugar, eso era lo de menos: que si un edificio abandonado, que si en el Marinero Nostálgico, que si en los moteles de la cuadra verde, no importaba.
Has estado algo distanciada durante estos últimos meses, no te he llamado porque tú sabes que detesto andar detrás de la gente.
Ahora me doy cuenta que te vas para Londres, duele, no importa cuántas promesas haga, duele. Pero mi dolor es lo de menos, te deseo la mejor de las suertes, ojalá te olvidés de mi bien rápido.
Tobías estaba absorto en la carta, la leyó al menos tres veces buscando errores de ortografía y la dejó sobre el escritorio. Se paró y miró por la ventana: estaba lloviendo, siempre llovía en Hemisferio derecho. Bajando al primer piso se encontró con el espejo: era pelinegro, con una sombra de barba candado, flaco, de ojos grises y dedos largos.
Puso en el tocadiscos un vinilo de Muddy Waters y encendió un cigarrilo mientras se sentaba a admirar el desvencijado techo de madera. Intentó parpadear con lentitud, como para calmarse, pero cuando volvió a abrir los ojos ya eran las diez de la mañana.
Se le había hecho tarde, cogió su sombrero, su maleta y salió dando zancadas. El día estaba gris, pero claramente se podía ver que en Hemisferio Izquierdo estaba soleado; mientras andaba pudo ver que apenas estaba saliendo la gente de los bares y que la predilección de los desahuciados por los parques para usarlos como lugar para dormir no había cambiado en todos los años que llevaba viviendo ahí. En el camino se sacó La insoportable levedad del ser del bolsillo y lo colgó, con una cuerda roja, para dejar esa huellita de caos que él creía necesaria en todos lados. Luego siguió casi corriendo para la cabaña donde se hacían las reuniones de Ateos no tan Anónimos.

Entró y oyó la voz del líder: -Creo que llegas tarde, Tobías-. –Usted no puede creer nada, es ateo, revise su reloj, Martín- respondió. –Sí, llegas tarde, cinco minutos-. –Usted es ateo, no debe creer en la existencia del tiempo-. Siempre lo echaban de las reuniones, pero esta vez logró que lo hicieran de una forma excepcionalmente rápida.
Se revisó los bolsillos y encontró seis mil pesos, entonces se sentó a meditar: Seis mil pesos, medio domingo, ¿Qué se puede hacer? Llegó la revelación, tenía hambre. Caminó tres cuadras, llegó a Hemisferio Izquierdo (Comer en Hemisferio Derecho es un suicidio casi intencional) y siguió hasta encontrar un restaurante. Parecía que se lo hubieran robado de las películas norteamericanas, era ese típico comedero dónde la mesera le llama a todo el mundo “Cariño” y no hay menú. –Huevos con tocino, por favor- dijo sin mirar la camarera a los ojos –En seguida, cariño-.
Mientras comía se dio cuenta, de que como muchos otros, él no tenía vida propia. No señor, su vida se la llevaban sus muertos, una bandada de pájaros morados llevando lápidas en las espaldas, o en su defecto, sus recuerdos. Olores primaverales, la imagen de un perrito atropellado al frente de la guardería, o las huellas en el barro que dejó su papá cuando decidió que nada pasaba en Villa Trasegando. Y pensar que la única enseñanza que le dejó fue que “The blues is alright”.
Pagó y aprovechó lo que quedaba del día para vagar por las calles con la mirada gacha.
Cuaderno de Tobías, página escogida el azar cerca del final:
Chinato: vos no te equivocás, ¿Y qué le importa a nadie como está mi alma? Hecha retazos de acuarelas de pintor sonámbulo, o agua sucia que se desliza hasta la alcantarilla. Este es uno de esos días en los que temo que mi condición emocional sea tan deplorable que lo único que pueda hacer es escribir metáforas vomitadas por vientos de un alto cielo.

Generalmente la gente aprovecha estas situaciones para darle un giro a su vida, viajar, leerse un libro de Paulo Coelho, comprarse un gato, o suicidarse. Yo prefiero el camino difícil, buscar otro par de razones para vivir o inscribirme a una revista que hable sobre la situación política de países bajos.

Y luego está el suicidio ¿No? No importa lo que uno haga, el suicidio siempre es una opción. Siempre me gustó la idea de una nota de suicidio; si algún día me suicido y alguien encuentra mi cuaderno, quiero que sepa que no quiero ser recordado por mi nombre, sucia etiqueta que ha de estar repetida al menos un millar de veces en Asia. A mí que me recuerden por las cosas que hacía, bueno, no tanto las que hacía sino cómo las hacía. Que recuerden cómo inclinaba mi cabeza un poco hacia la izquierda para vomitar, cómo escribía con los dedos pulgar y meñique, cómo siempre detesté todo atisbo de sociedad organizada y cómo era capaz de amar a cualquier mujer, recordando apenas la primera letra de su apellido.

Bueno, ya estoy desvariando.
Siempre fui tan discordante.

*Tiro en el pulmón derecho, cinco de la mañana*

Dos meses después, buzón de Tobías:
Hola Tobías, tu carta me hizo pensar. Más de lo que una mujer correcta como yo debe pensar. Me encantaría poder pedirte que te vinieras a Inglaterra conmigo, pero tú y yo sabemos que no hay razones por las cuales nos debamos seguir amando. Tú ya no existes; no te veo, no te toco, no te siento, ya no existes. Una mujer correcta como yo no le debe escribir cartas a la imaginación, ya lo entenderás tú, por eso es aquí dónde me doy cuenta que esta carta no debe continuar.

P.S: Adjunto mi dirección, en caso de que quieras volver a existir. Como dije no hay razones por las cuales nos debamos seguir amando. Nunca fui muy amiga de la razón.

A Tobías ya se lo habían comido los gusanos. Esos que se meten en los ataúdes.

4 comentarios:

Bel dijo...

Ve, esto lo escribiste vos? porque no parece tuyo... es una dudita no más.

Alejandro dijo...

Sí lo escribí yo...
¿Así de feo está? D:

Bel dijo...

No, no está feo. Está... diferente.

lahí dijo...

esta buenisimo
lo lei hace tiempo pero el comentario no me queria subir