viernes, 9 de mayo de 2014

Entrevista con el borrador más grande del mundo

Lo saco del cajón en el que se encontraba olvidado. Mide ya tan solo una falange, es un borrador veterano; llegó a mis manos por algún giro estocástico y hasta ahora había aguardado impertérrito.

Nos sentamos en la sala de mi casa, pongo a hacer una jarra de té mientras me pregunto si sería grosero ofrecerle algo de tomar. Se queda mirándome abúlico, indiferente. Empiezo con la pregunta más trillada y tonta, a falta de un mejor punto de inicio.

¿Cómo es eso de ser un borrador?
No sé, ¿cómo es eso de ser humano? Le tomo el pelo, es un trabajo interesante. Como cualquier otro si se le presta la suficiente atención. La vida de los borradores está definida por un simple axioma: quien lo compra no lo termina. Obviamente hay excepciones, pero es casi infalible. ¿Qué más le puedo decir? Soy de miga pan: yo borro sin dejar manchones, a diferencia de los de nata -que por cierto son bastante prepotentes.

Una brisa pasa por la mesa en la que estamos sentados y hace que las servilletas revoloteen. Tomo un sorbo de mi té y espero. Se ha quedado como pensando.

Si quisiera ser pretencioso diría que soy un guardián de secretos. Risas.

¿Ha pasado por muchas manos?
Por supuesto. Como le dije, el axioma es casi una ley natural. Recuerdo muy bien que mi primer concepto de identidad -quiero decir, un yo separado de los demás borradores- no se dio al momento de ser cortado en la fábrica, como uno esperaría, sino que se dio al momento de ser recogido de la caja y reconocer a mi primera dueña. De ahí ha sido un viaje interminable: estuve un tiempo en manos de un artista obsesionado con dibujar el cuerpo humano, un intento de poeta me usó intensamente hasta que se cansó de arrepentirse de todo y me lanzó lo más lejos que pudo. Después una secretaria con una ortografía de sacarse los ojos (se van adquiriendo los dichos populares) se apoderó de mí, y muchos otros. Algunos que no vale la pena contar y otros que vale la pena callar, como para que sean solo míos.

Dijo “su primera dueña”. Hábleme de ella.
Una tierna niña de siete años que iba con su madre terminando la lista de útiles escolares. Éramos un montón en la caja, ella estiró la mano de manera despreocupada (¿De qué otra manera pudo haberlo hecho?) y me eligió a mí, entre todos los demás. Durante varias semanas le serví de regla a Filomena -así se llamaba- y le di segundas oportunidades a la hora de hacer sus dibujos más hermosos de lo que ya eran. Cuando digo hermosos me refiero a su carácter ingenuo, no a la pericia técnica. En fin, como puede esperarse, no pasó mucho tiempo antes de que cambiara de manos. Filomena me prestó a un compañero que nunca me devolvió. Así comenzó mi viaje, una odisea sin intenciones de llegar a casa, pues no tengo casa.

¿Le molesta ser una herramienta de arrepentimiento?
No me considero una herramienta de arrepentimiento, más de corrección. El acto de borrar implica algún tipo de esperanza ante lo que se está haciendo; ya sea para volver a empezar o para rehacer alguna parte de lo que se está llevando a cabo. Quien se arrepiente no se toma la molestia de borrar ¿Para qué? El arrepentido por lo general arruga el papel y lo echa a la basura, o lo rasga. Los más paranoicos lo queman, pero ahí sí que borrar es menos necesario.

¿Qué piensa de los bolígrafos y los medios digitales?
Una maravilla, una maravilla. Todo con sus ventajas y desventajas, pero la nueva era de comunicaciones permite cosas de las que no se hubiera pensado en mi tiempo. Los bolígrafos son para temerarios, o para tontos, pero ya existen los correctores de bolígrafo también, ¿no? ¿Si ve? Hasta en aquello que se supone como indeleble hay una búsqueda por la posibilidad de hacer enmiendas. Dice mucho de la condición humana: tanto de su proclividad para cometer errores como de su necesidad imperiosa de corregirlos.

¿En su tiempo? ¿Cuántos años tiene?
Cuarenta y dos. Filomena ya se estará acercando a los cincuenta, me pregunto qué será de ella.

El cumplimiento de su tarea implica su desaparición, ¿Cómo se siente con eso?
Nosotros los borradores estamos exentos de aquella ilusión del crecimiento por nuestra misma condición física. Al ser usados la fricción va desprendiendo pequeñas partes de nosotros -el tamaño reducido es signo de adultez o vejez, evoca respeto-, en cierta forma creo que se puede asemejar mucho a la vida humana. Vivir es también irse desprendiendo de uno mismo, de las cargas, de aquello que creemos conocer.

A medida que se aproxima mi desaparición me siento más eterno; hay una parte de mí en muchos rincones de muchos lugares, eso significa que he cumplido bien mi propósito y no pretendo pedirle más a la vida. Un propósito y la posibilidad de cumplirlo es la necesidad de todo objeto. Tal vez pase igual con los humanos. Además el universo se compone de nada, antes que cualquier cosa. La nada es lo que más abunda, el elemento primordial sin lo cual no es posible la existencia. Probablemente he sido contagiado de algún sentimentalismo, pero se me hace bello imaginarme que cuando deje de existir me voy a unir a la familia más grande de todas.

Quedo anonadado. La sabiduría del borrador es deslumbrante. Insoportable, casi. La entrevista ha terminado y no sé qué hacer. Recuerdo un koan que dice “Si ves a Buda en el camino, mátalo”. Obviamente no es para tomárselo en el sentido literal, quiere decir que hay que matar la idea de Buda, de algo que está fuera de uno mismo y es inalcanzable. Al final decido que no estoy de humor ni tengo el tiempo para filosofías milenarias orientales. Vacilo entre bautizarlo Siddharta o Cioran. No importa, antes de decidirme ya he terminado de “borrar el borrador”. Quedan solo migas sobre la hoja; las soplo al viento. Ahora sí que terminó la entrevista.

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