lunes, 13 de febrero de 2012

Delirio con intentos de filosofía que termina en pseudoteología mal redactada.

Escribo esto con las manos frías y sudorosas con una velocidad espasmódica. No sé cuánto tiempo me quede, pero debido a su característica linealidad, es posible decir indefectiblemente que cada vez es menos. Ya veo el fin del abismo; mi muerte será casi sorpresiva y pasará desapercibida. Me quedarán entre treinta y sesenta años de años de vida, y es dolorosísimo pensar que tengo tan poco tiempo para no hacer nada –porque, vamos, no me voy a engañar con ideales tipo zanahoria atada a un palo, ni con falsas fantasías apoteósicas. Lo que no logre en este mismo instante, mientras las gotas de sangre caen sobre el papel, no lo voy a lograr nunca.
Hubo momentos en los que creí que iba a poder ser alguien en un futuro presente, que las cosas se construían lentamente y por pasos, pero hoy sé que la identidad no es más que una fantasía, una incapacidad de saberse uniforme o común, y que si bien uno puede creer que es el forjador, la realidad es que las cosas caen encima de uno; explotan. Nuestro único deber es aceptarlas. Aquel que me critique de fatalista no entiende que esta idea está basada en una coherencia absoluta con el yo pasado, ése que fue Dios y dispuso los arquetipos, el que escribió las historias que convergen en otras historias que divergen en la infinidad. Soy todas las cosas, todas mis personalidades pasadas las cuales ejercen juicio y condena sobre mi personalidad actual, soy ilusión de separación, de soledad, soy el patético apagar todas las luces, acostarse en la cama y pegarse puños en la cara porque nada parece tener sentido. Soy revelación divina inconfundible, experiencia extracorpórea, sueño que genera nostalgia. Al ser todo no soy nada, da igual, ya que la suma todos los opuestos acaba en el bello y abrumador sonido de la nada. Todo es creación si se trasciende la mediocridad y se acepta la absoluta responsabilidad por cada acto. El creador ha de responder por sus creaciones.

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